En el año 2005 yo vivía y trabajaba en Nueva Orleans, por lo que experimenté en primera persona la llegada del huracán Katrina, que devastó gran parte de la ciudad y sus alrededores. Esta experiencia despertó mi necesidad de volver a escribir, una pasión que había estado dormida durante mucho tiempo.

Tres periódicos españoles (El Hoy de Badajoz, El Diario Montañés y La Voz de Cádiz) se interesaron por mi testimonio y publicaron mi artículo en sus páginas de opinión.

Varios años después mi amor por esta increíble ciudad sirvió de inspiración para crear la bilogía de los Aevum. Aquí os dejo este relato por si os apetece leerlo:

SILENCIOSO TRANVÍA

Aún puedo sentir el traqueteo del viejo tranvía verde que solía recorrer la mediana de St. Charles Avenue. Con todas sus ventanas abiertas, el vagón revestido de madera se llena de una espesa y húmeda brisa veraniega que a ráfagas trae el olor de los centenarios robles que extienden sus largas ramas y cubren esta romántica avenida. La cálida luz del sol se filtra entre las ramas de estos suntuosos árboles, dibujando mágicas sombras en el asfalto. Una descolorida y vieja bicicleta avanza lenta en contra dirección, causando el asombro de los turistas que van sentados en el banco trasero. Yo me rio para mis adentros; ¨Bienvenidos a Nueva Orleans¨.

Desde mi refugio en Memphis, Tennessee, no ceso de imaginar estos tranvías inmóviles en las cocheras. Probablemente, esta sea la primera vez desde que empezaron a funcionar a principios del siglo XX en la que aguardan silenciosos sin saber cuándo serán de utilidad a tan bella y misteriosa ciudad. Me duele pensar en esas calles que hace dos semanas dejé atrás aún llenas de vida y música, porque ahora se encuentran vacías y mudas.

Es muy difícil describir el vacío que se siente al estar doblemente desplazado de lo que uno ama. Extraño terriblemente mi país, España, y ahora tras esta tragedia, también me veo involuntariamente alejada del único lugar en Estados Unidos en el que su gente, mi gente, sabía disfrutar de la vida.

Hace tres años dejé España para aventurarme en una nueva vida. Buscando nuevas metas académicas y personales, me mudé a San Francisco, California, donde estudié un máster en Arquitectura. A pesar de ser una ciudad fascinante en la cual hice amigos que provenían de todos los rincones del mundo, jamás sentí que perteneciera a aquella ciudad de empinadas calles y constante niebla. Me hallaba en un permanente estado nostálgico; las contradicciones norteamericanas no me convencían en absoluto.

Allí conocí a Shane, un buen amigo. Nacido y criado en ¨The Big Easy¨ (apodo con el que los americanos bautizaron a Nueva Orleans), en los últimos diez años había vivido en diferentes ciudades, tanto europeas como americanas. Sin embargo, nunca cesaba de recordarme lo mucho que amaba su ciudad natal. Compartíamos constantemente recuerdos de nuestros lugares de procedencia. Yo no dejaba de hablar de España; de su gente, sus tradiciones,  la cultura,  la juerga… Cuanto mas conversábamos, más descubríamos las similitudes entre ambos lugares. Nueva Orleans fue primero territorio francés, para luego pasar a manos de los españoles, quienes a pesar de que solo lo ocuparon alrededor de medio siglo, es indiscutible que dejaron una huella definitiva en la ciudad y sus gentes. Por ello la primera vez que visite esa joya del sur de Estados Unidos, me sentí en casa.

Era finales de Abril del año 2004. El ¨Jazzfest¨ había atraído un año más a miles de amantes del Jazz y el Blues procedentes del mundo entero. La ciudad se encontraba más viva y animada que nunca. Una atmósfera electrizante llenaba el aire, y el ritmo se filtraba por todas las esquinas del ¨French Quarter¨. Las estrechas callejuelas y sus edificios históricos (muchos de los cuales no tienen nada de francés ya que fueron construidos por los colonos españoles) me dejaron sin habla. Jamás habría imaginado encontrar esa decadente belleza en una ciudad de los Estados Unidos. La bandera española colgaba de los balcones de muchos edificios acompañada de la francesa, americana y la del estado de Luisiana. Recuerdo como si fuera ayer cómo al girar la esquina de la calle Tolouse hacia la calle Royal, y ver la alegría que desbordaba una de las principales arterias del ¨Quarter¨, me giré hacia Shane y le dije: ¨En cuanto termine el master me quiero mudar a Nueva Orleans¨.

Y así lo hice aproximadamente un año después. Encontré trabajo en un estudio de arquitectura situado a varias manzanas del Centro de Convenciones. El French Quarter estaba a tan sólo unos minutos caminando desde la oficina y yo alternaba mis almuerzos entre los diferentes barrios que rodeaban mi lugar de trabajo. Unas veces iba al Quarter y comía un sándwich sentada sobre la hierba del parque de Jackson Square, frente a la catedral, mientras un músico callejero hacía sonar un saxo y los turistas disfrutaban de café y beignets en el Café du Monde. Otras veces paseaba hasta el Centro de Convenciones y sentada en una terraza que domina el río Mississippi, observaba el incesante ir y venir de los turísticos barcos de vapor y los grandes barcos de carga. Ahora lo que veo por televisión en este lugar son personas sin vida, tendidas sobre la acera por la que hace escasos días yo caminaba.

El año pasado fue duro ver lo que ocurrió en Madrid el 11 de marzo. Recuerdo el dolor de estar tan lejos y ver las imágenes de Atocha en los canales de la televisión americana.

En esta ocasión observo la televisión desde la habitación de un motel en Memphis, despojada de mi hogar y mis pertenencias. Es todo tan familiar y ajeno al mismo tiempo… Veo las imágenes aéreas de una ciudad devastada que no reconozco; no es el Nueva Orleáns que yo dejé hace poco más de dos semanas.

Es irónico que el día que evacuamos el sol brillara radiante. Mientras avanzábamos por la autopista que cruza el lago Pontchatrain en dirección norte, rodeados de otros conductores y sus familias, miré hacia el sur. El lago azul y tranquilo se extendía ante mis ojos y en la distancia podía ver los altos edificios del ¨downtown¨ y la blanca cúpula del tejado del Superdome resplandecía bajo el sol. Recuerdo que pensé para mis adentros: ¨Nos vemos pronto, Big Easy¨.

El motel donde estuvimos hasta hace poco estaba ocupado por gente que había escapado del huracán y necesitaría escribir un libro entero para narrar la cantidad de historias desesperadas que escuché en los pasillos. Familias separadas, sin noticias de sus seres queridos. Comunidades enteras de las que no se sabía absolutamente nada, como si ya no existieran en el mapa. Historias inverosímiles, como la del pescador que había conseguido escapar en una balsa navegando entre casas cubiertas de agua y avanzando en absoluta oscuridad  de la noche por el canal industrial hasta llegar a lugar seguro. En la vorágine de esta locura, algo muy bello ocurrió ya que nos convertimos en un grupo muy unido. Amistades aceleradas surgían en cada esquina de aquel motel de los suburbios de Memphis.

Katrina es la responsable del inminente daño a la ciudad tras su paso. No obstante, la negligencia de los líderes de este país es la causante de que los diques no aguantaran, ya que hacia años que conocían el límite de éstos para aguantar un huracán de semejante fuerza. Es indignante ver la lentitud con la cual los servicios de emergencia respondieron, dejando morir a personas desvalidas y permitiendo que niños anduvieran alrededor de cuerpos sin vida que empezaban a descomponerse. Como ejemplo de su deficiente actuación, se puede destacar el hecho de que ciertas cadenas de supermercados que mandaron agua y víveres en camiones  fueron detenidos por las autoridades federales impidiéndoles llegar a su destino. Otro pésimo ejemplo son los aviones del servicio forestal en espera a que el gobierno les diera el visto bueno para volar, mientras el fuego arrasaba edificios enteros en Nueva Orleáns.

Tras lo que había visto y oído en los últimos años, mi fe en los líderes de este poderoso país era ya prácticamente inexistente. Ahora no tengo la más mínima esperanza en ellos. No sólo no respetan a otras naciones, sino que están dejado morir el lugar más bello de su país y me temo que no va a ser fácil resucitarlo. Espero que al reconstruirlo no lo conviertan en un imitación barata de lo que fue durante mas de trescientos años. Una ciudad como Nueva Orleans se forma a sí misma; ningún urbanista, arquitecto o ingeniero puede crear un lugar con semejante personalidad, ya que es la gente y los siglos los que le dan vida.

Afortunadamente, nosotros no hemos perdido a ningún ser querido. Durante cuarenta y ocho horas no tuvimos contacto con la madre de Shane y su compañero sentimental, los cuales se habían quedado en un hotel de la ciudad. Aquellos fueron los dos días más largos de mi vida. Sabiendo cómo estaban empeorando las condiciones en Nueva Orleans a cada hora, era aterrador no tener contacto alguno con ellos. Todo tipo de imágenes angustiosas acudían a mi mente y me preguntaba si alguna vez les volveríamos a ver. Finalmente, casi a media noche del 31 de agosto, Shane recibió el mejor regalo de cumpleaños imaginable: su madre llamó desde Baton Rouge, la capital de Luisiana.Habían conseguido escapar del hotel con su propio coche y, tras dos días sorteando todo tipo de obstáculos, se encontraban a salvo en casa de un conocido. Es fácil imaginar el alivio que sentimos al escuchar su voz.

Yo planeo volver a España en los próximos meses, una vez que la familia de mi amigo Shane se haya recuperado de esta tragedia. Podré alejarme físicamente del desastre y tratar de rehacer mi vida. Sin embargo, siempre quedará un vacío en mi corazón ya que dudo que Nueva Orleans vuelva a ser lo que todos amábamos. Su gente era lo que la hacía especial y ahora muchos han muerto o se hayan desperdigados por todo el país. Muchos no podrán volver, especialmente aquellos que no tienen los medios para pagarse el viaje de vuelta, los cuales en gran medida eran los que hacían de Nueva Orleans un lugar diferente, misterioso y excéntrico, lento y placentero. Se quedarán en alguna de las muchas ciudades sin alma que desgraciadamente son tan habituales en Estados Unidos. Sólo espero que puedan aportar algo del espíritu de Nueva Orleans a esos lugares.

Las noches son difíciles desde que Katrina sacudió nuestras vidas. Las pesadillas no se cansan de visitarnos por la noche y no sé cuánto tiempo tardaremos en sentir que la vida es normal otra vez. Nos encontramos en un apartamento que hemos conseguido alquilar a un precio razonable. Es confortable, pero no es un hogar. No tenemos nuestras fotografías, nuestros libros coleccionados durante muchos años, la guitarra turca que Shane trajo de sus aventuras por Europa… No se trata de bienes materiales, sino de objetos que tienen un enorme valor sentimental, algunos de las cuales habíamos hecho nosotros mismos. En uno de mis melancólicos periodos en los que España me dolía, pinté un cuadro en el que un abstracto fondo de colores enmarcaba la silueta de un toro de lidia, convirtiendo el lienzo en una ilusión de un paisaje de España. Ahora me arrepiento de no haberlo traído porque desconozco en que estado se encontrará.

Sé que está experiencia me ha marcado para toda la vida. Desastres naturales ocurren en todas partes, mucho más a menudo de lo que nos gustaría. Sin embargo, es muy diferente experimentarlo desde un sillón con un mando a distancia en la mano, que pasar todo en un día en un refugio de la Cruz Roja Americana en Memphis, esperando que te den algo de dinero para poder comprar comida y ropa. Katrina no es una historia de entretenimiento morboso de la cual me puedo alejar con un clic del mando. Katrina se ha convertido en mi realidad.

Mientras el vagón de tranvía que solía pasar junto a nuestra casa, en el barrio de antiguas universidades como Tulane y Loyola, espera silencioso, yo me pregunto si alguna vez volveré a sentarme en sus viejos bancos de madera, esperando pacientemente que con su lento traquetear me lleve hasta las calles del ¨French Quarter¨, donde Europa, Africa y el Caribe conviven en perfecta armonía.

14 de Septiembre de  2005. (Memphis, TN)

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